Tres cuentos
por
Rafael Millán

El regreso
Paz
Destino

El regreso

La discusión, empezó por nada, como casi todas. Pero se fue enconando como una herida abierta y acabó en violencia. Y todo porque Lola le había insinuado otra vez que debían casarse. "Somos dos solterones, dos solterones, ¿a qué esperamos para tener familia propia?", e incluso le había fijado plazo para decidirse. Pero él no se preocupó gran cosa por eso, ¡conocía tan bien la escena! Dejó de pensar en el asunto en cuanto se despidieron, se dirigió a su casa y, después de cenar y de ver sus programas de televisión favoritos, se había ido a la cama.

A la mañana siguiente despertó lleno de una feliz sensación, incluso había olvidado la escena de la tarde anterior. Mientras se afeitaba, con ligera sonrisa que iluminaba sus ojos y el enjabonado rostro, recordó el sueño que le había hecho feliz. "¡Si la vida fuese siempre así...!". Mas no podía ser, él era un hombre de treinta y tantos años (como ella bien había remarcado) y el sueño le había trasladado a la infancia, vivido la vida despreocupada de la niñez, corriendo por las calles de su pueblo, lejanísimo en el espacio y el tiempo ahora, con el grupo de amigos de sus diez o doce años. Con ellos se había divertido de lo lindo, haciendo travesuras más o menos inocentes. Y pensó: "No deja de ser inocente todo lo que los niños hacen". A veces, por diversión, obligaban a un pobre murciélago, al que conseguían derribar con un alanbre curvado al extremo de una larga caña, a "fumar" un cigarrillo de anís, no de tabaco del que no podían disponer, y para ello clavaban al animalejo con tachuelas en la pared con las membranosas alas extendidas. "Parece el demonio, ¿no?", decía alguno. Aquello era cruel, pero hecho con inocente maldad, ¿no juega el gato con el ratón antes de devorarlo cuando ya no le sirve de juguete? Otras veces hacían un gran paquete con explosivos y cohetes de fuegos de artificio, le prendían fuego, lo arrojaban al zaguán de cualquier casa, cerraban la puerta y hacían sonar el llamador. ¡Qué jolgorio cuando se producía la esperada explosión!, ¡qué alegres risas al ver asomar, escondidos, al airado vecino, que vomitaba denuestos e invocaba a Herodes! Y Miguel, el protagonista de esta historia, revivió esas aventuras de su sueño como niño entre niños, desprendiéndose de muchos años de vida, caminando con ligero bagage y despreocupado talante. Y ¡cuántos juegos divertidos! A veces, naturalmente, rompían "por accidente" el cristal de una ventana, pero si desaparecían inmediatamente y no eran reconocidos por el dueño de la casa, no había por qué preocuparse; y después, entre carcajadas, se comentaba la potencia del chut de Fulanito o Menganito.

Sin duda fue un buen sueño. "¡Quién volviera a eso y lo pasado pasado!", se dijo Miguel. Y se dispuso a salir, ya acabado su aseo matutino, preparado para enfrentarse con la dura realidad cotidiana: trabajo, conflictos laborales, relaciones comerciales... Antes de dirigirse a su oficina se detuvo en un bar cercano a ella ("Café y ensaimada, por favor"); después Siguió andando bajo un sol primerizo de mañana de verano, más tarde eso no sería posible, apretaría el calor.

Pero lo que comenzó como placer acabó en acritud: llegó retrasado y su jefe le recibió con gestos de pocos amigos y el día transcurrió, lento, tenso, y salpicado de malhumores recíprocos.

Menos mal que en fondo de su memoria, como una lucecita permanente, estaba encendido el recuerdo del sueño feliz; además, a las cinco ella le esperaría a la salida de la oficina y todo, preocupaciones, trabajo y gestos agrios se disolvería como una nubecilla ligera. Porque suponía que ella se habría olvidado de la estúpida discusión del día anterior "¿Por qué no?", pensó "Lola me quiere de verdad y lo de ayer no pasó de ser una escaramuza entre enamorados; estoy seguro de que lo ha olvidado todo y aparecerá con su sonrisa, su brillante sonrisa...". Se equivocó, ni sonrisa ni brillante.

La discusión prosiguió en el mismo tono y se arrastró por más de una hora, hasta pasadas las seis, llevando a ambos a un punto en el cual no había posibilidad de concordia. Ella la terminó diciéndole: "Estamos en un callejón sin salida". Y se marchó casi sin despedirse, bruscamente, llorosa, dejándole plantado en medio de una concurrida acera pero muy solo, profundamente solo con su tristeza, desconcertado. Lentamente, rumiando tristes conjeturas ("¿Volverá?") regresó a su apartamento. El sol ciudadano enrojecía a esa hora los pisos superiores de lo altos edificios.

Desganado, Miguel apenas cenó; picoteó aquí y allí, por seguir la costumbre de sentarse a una mesa a hora determinada; después quiso distraerse mirando la televisión, pero encontró que programas que antes le gustaban eran estúpidos y no podía concentrarse. "¡Vaya lunes...!", pensó.

Y le vino a la memoria qué feliz lo había iniciado, Cómo el regresar a su soñada infancia le había hecho sentirse felizmente optimista. "La vida no es sueño, la vida es realidad que nos apalea como a burros cuando menos lo esperamos. Así es como me siento, apaleado, cansado como si hubiese recibido una paliza".

¿Podría regresar al sueño esa noche? ¿Por qué no? No se repiten a veces, especialmente las pesadillas. Y lo suyo no fue una de ellas. Recordó que a veces, al despertar durante la noche, acuciado por alguna necesidad física, el sueño interrumpido se había reiniciado como si se tratara de una película con intermedio. "¿Será posible?", se dijo, sonriendo animado por la esperanza. Y se fue a la cama, dos horas más temprano de lo acostumbrado. Pero no podía dormir; a pesar de que el desasosiego no se lo permitía, no quiso tomar tableta alguna que le ayudara; por fin, más tarde de lo que hubiese querido, sintió cómo se quedaba lentamente dormido, muy lentamente, y llegó como una dulce lasitud...

Su esperanza se estaba realizando, vivía de nuevo las escenas de la noche anterior: los mismos amigos, los mismos escenarios. No obstante, notaba algo extraño en todo aquello, algo que no encajaba... Por fin dio con ello: en este sueño él era un hombre, no el niño del anterior que participaba con sus compañeros en todo; ahora, espectador adulto, no era tenido en cuenta sino mantenido a distancia. "Mejor, así podré observarlos sin que se sientan cohibidos", se dijo.

Y la carrera por el mundo infantil de la travesura se inició, dejándole a poco horrorizado la crueldad de aquellos pequeños seres. "¿Quién dijo que los niños son inocentes? Hay en ellos más maldad de lo que creen los que no los conocen, o no los quieren conocer, bien", y temblaba de indignación cuando uno de ellos, armado de piedra a guisa de martillo, clavaba en la pared a un murciélago, cogido con artera maña; "un gato juega con su caza, pero un gato es instinto, no un ser pensante, y estos son cachorros de homo sapiens; y cuando vio que forzaban al animalito poniéndole en la boca un tosco cigarrillo hecho a mano. Quiso gritar a los salvajes, mas no pudo, su papel pasivo en el drama era ignorado. Y tuvo que resignarse a sufrir el espectáculo de una pobre vieja chamuscada por los explosivos que los vándalos arrojaron al zaguán de su casa, sin ver que ella estaba en él, sentada en una sillita baja haciendo punto. "Eso es criminal, ¿cómo puede ser divertido hacer daño? Merecen una paliza, ser llevados a un reformatorio."

Y él no podía hacer nada, no podía huir, era un cómplice encadenado al desarrollo de los sucesivos desmanes de los "inocentes" infantes, como cuando el potente pelotazo disparado por el pie de uno de ellos rompió el cristal de una ventana, haciendo caer una lluvia de cristales sobre una madre que amamantaba a su hijo y los cubrió de rojas fuentecillas que amenazaban inundarlo todo, tiñendo el sueño de rojo airado. Sintió ahogos de indignación. A eso había regresado, a la infancia.

Pero a una infancia diferente de la soñada antes ¿Diferente? No, el cambiado era él; los acontecimientos fueron los mismos, pero los vio extramuros, sin regresar realmente a su niñez sino a una ajena, y sus ojos veían ahora maldad donde antes inocencia. Quiso despertar, dejar la escena como un mal actor ridiculizado por los espectadores y no podía hacerlo, no podía...

La fuerza de la costumbre le hizo despertarse a la hora adecuada. La mañana le pareció sucia, como vista a través de un cristal empañado, y su cabeza era una confusa maraña de dolores y decepciones. Estaba cansado, triste, solo...


Paz

Quedó el ruido atrás. Ahora, sólo a ráfagas, le seguían algunos gritos entusiastas, músicas que furgonetas provistas de altavoces a todo volumen dejaban caer sobre las calles de Madrid, inundándolas de compases ya casi olvidados. 28 de marzo de 1939. ¿Tres años ya? ¿Y para qué? No encontraba respuesta; no podía haberla, pensó, porque estaba todo muy reciente. Reciente y como de sorpresa, a pesar de que hacía ya algún tiempo que se esperaba el derrumbamiento. ¡Derrumbamiento!, qué palabra más certeramente adecuada hoy, se dijo en casi audible voz. Porque era eso, un desplomarse de sensaciones blandamente dispersas en derredor, así como sucesivos aludes desprendiéndose y que hacían que cierto peso pareciera recaer sobre las piernas, tan cansadas que apenas podían llevarle al piso familiar.

Todavía treinta y cuatro escalones, lo sabía de memoria, para llegar al segundo. Deseaba y temía al mismo tiempo el encuentro con su familia. ¿Cómo habrían encajado el golpe? Lentamente, pisando con pereza cada peldaño (adivinaba con las plantas de los pies su desgaste) y pasando la mano sobre el suave frescor del metálico pasamanos, cedía al deseo de subir sin saber por qué.

Hoy, ahora mismo, no le importaba nada de nada. Venía a su casa como podía haberse encaminado a cualquier otro sitio. Hasta se sorprendía de que se le ocurriera ahora pensar en ellos como parte de la situación general: sus padres, su hermana. A su padre tal vez no le apenara el brusco cambio, sabría capearlo como siempre, como le recordaba haciéndolo siempre: empinando el codo, bebiendo hasta perder noción de las cosas. Su madre, Concepción, mantendría la casa y el espíritu a flote, como siempre; su hermana... la verdad es que Carmen nunca representó gran cosa para el, más que nada le pareció algo molesto, una intrusa que pasaba sus días revolucionando el piso. Como los chiquillos que subían ruidosamente las escaleras tras él, levantando leve polvareda con fuertes pisadas y gritando sin ton ni son. Tuvo que detenerse para dejarlos pasar con su griterío de jilgueros (para ellos era una fiesta lo que ocurría), con sus ademanes que no recortaron al pasar junto a Emilio. Sí, Carmen era como ellos: inconsecuente, mudable, cuatro años más joven que él (este hombre de diecinueve años madurado por tres de guerra), aunque no era esta la distancia real en tiempo que cualquiera podría ver; no sólo ahora, desde siempre, tal vez por aquella pleuresía que ella sufrió cuando tenía siete, a Emilio le parecía más niña, muy mimada y convertida en una mentirosa ingenua llena de pequeñas tretas molestas para los demás.

"Segundo", leyó al llegar a su piso. Desde que llegó al corredor y, a través de los visillos de la ventana que daba a este, notó que su padre le estaba mirando. Avanzó tan lentamente como pudo, contando los pasos mentalmente y pisando las baldosas blancas de aquel suelo que siempre le pareció un gigantesco y frustrado tablero de ajedrez; entonces se sintió como niño que se divertía puerilmente. Siempre le gustaron las solerías, las baldosas y los diversos modos de combinarlas por colores, diseños y formas. En su infancia había pasado muchas horas muertas (¿por qué se dice "muertas"?) contemplando suelos. Recordaba ahora que el día del entierro de su hermanillo Diego... Unos golpes cortos y secos sobre madera le hicieron volver la cabeza; había olvidado que Clara existía, a pesar de que estaba muy enamorado de ella desde hacía más de un año y se habían comunicado a menudo durante sus ausencias. Allí estaba, tras los cristales, con su cara redonda y un tanto asustada, mirándole fijamente, todavía en la mano el cuchillo que había usado para golpear en la traviesa de la ventana y atraer su atención. Emilio devolvió la mirada a Clara sin decir nada; ella abrió con rápido movimiento uno de los postigos y le dio un papelito doblado; siempre lo mismo: una hoja de agenda con propaganda de productos farmacéuticos (su padre era médico y las tenía en abundancia), siempre resobada de tanto doblarla y desdoblarla, escrita con su letra de niña que pasó por el colegio sin aprender gran cosa por falta de interés. Clara sonrió al cerrar, mientras echaba el pestillo de la ventana, el hizo un leve gesto con la cabeza, una triste inclinación, y continuó andando mientras colocaba en un bolsillo la nota que ella acababa de darle.

La puerta que estaba al final del pasillo, con el número 3, se abrió antes de que Emilio pulsara el timbre. Un hombre alto, de sólido aspecto físico, salió a su encuentro:

—Hola, hijo. No te vayas a preocupar demasiado por todo esto—dijo con gesto ambiguo falsamente jovial. Y añadió: —Mientras haya vida hay esperanza.

La última frase le pareció a Emilio más vulgar de lo acostumbrado, y, mientras su padre le abrazaba, se mantuvo a pie firme con los brazos caídos sintiendo en la cara el molesto contacto de una barba medio crecida que raspaba y un fuerte olor a vino; no exactamente a vino, sino a ese olor pesado y sofocante del vino ingerido cuando viene en un aliento. Torció un poco la cabeza para evitar ambas cosas; junto a él y detrás del abrazo estaba su madre, con sendos lagrimones naciendo de sus ojos, pero con rostro tranquilo, al menos en apariencia.

—Anda, hombre, déjale descansar; ha tenido que andar muchísimo para llegar hasta aquí.

(Emilio se estremeció con hondo escalofrío al recordar cómo viniendo desde Barajas hacia Madrid, donde su compañía estuvo cavando trincheras cerca del aeropuerto, un grupo de soldados del que él era parte fue ametrallado por un caza "nacional"; tuvieron que echarse en las cunetas y ver alrededor de ellos las nubecillas de polvo de las balas que rebotaban produciendo un raro chasquido.)

Su padre, al no obtener respuesta, se encogió de hombros. Después dio un cachetito cariñoso en la mejilla a su mujer, que seguía hablando:

—No pienses ahora más que en descansar. Llevas tanto tiempo...—y no supo qué añadir a eso..

Y se lo llevó de un brazo como a un niño. Ya junto a la cama, le ayudó a quitarse el vencido uniforme, las pesadas botas. Después, le dejó solo, en paz.


Destino

Padre

A Pedro la vida le acosaba como una jauría cobarde que no se hubiera atrevido con el si no fuese un pusilánime al que la lucha cotidiana con Isabel, su mujer, le venía grande. Tan era así, que varias veces había pensado en hacer la pirueta postrera que le libraría definitivamente de ella, de todo lo que de desagradable había en su vida. Las únicas alegrías de su matrimonio eran Manolín y Marujita.

Dio siempre marcha atrás porque, al borde de una decisión drástica, le parecía inmoral dejar a sus hijos, frutos de un matrimonio arreglado por sus respectivas familias hacía quince años, engendrados casi como por obligación y todavía con menos de diez años el mayor, sin la cantidad mensual que, hasta alcanzar ambos la mayoría de edad, su seguro de vida les pasaría.

Y todo porque la póliza de la compañía aseguradora estipulaba en una de sus cláusulas que el suicidio no era una forma de muerte natural, como si no fuese natural morir a causa de suicido. En ciertos casos, pensaba Pedro, una muerte natural puede ser accidental, ¿No es natural morir? "Nuestras vidas son los ríos... no importa por que cauce. Porque en su pensamiento bullía la idea de hacer pasar su muerte como causada por accidente; y hasta había planeado cómo.

Había visto llegar su tren tantas veces a la estación de Torrelodones, donde vivía, o a la de Madrid, donde trabajaba (eso formaba parte de su diario ritual), que la velocidad resoplante de éste, el ruido de sus pesadas ruedas que hacían despedir chispas a los rieles, parecían haberle aconsejado que su solución estaba en fingir un súbito desvanecimiento para caer bajo el tremendo chirriar metálico que trituraría su cuerpo en unos segundos. Todo eso muy natural.

¿Se traicionaría a la hora de la verdad con algún gesto o movimiento involuntario indicativo de miedo que le delataría como suicida, invalidando así el pago de la debida indemnización a sus hijos?

De ella, de Isabel, ni pensaba. Para su mujer, Pedro había sido siempre un pelele, y eso se remontaba hasta la época de su breve noviazgo, y no se consideraba ligado en absoluto a la arpía, a sus gritos destemplados por nada. La indemnización a sus hijos era lo que le preocupaba.

Tendría que decidirse, que hacer de tripas corazón, y fingir, fingir el accidente a completa satisfacción de la compañía aseguradora; ¿no llevaba años fingiendo?, ¿qué importaba una vez mas, la final? Y, repentinamente, le vino a la mente una idea que le pareció genial, a el que tan horro de ideas de todas clases había vivido hasta ahora. ¿Quién iba a creer en el suicidio de un hombre que regresa a su casa con juguetes comprados para sus hijos? Sí, lo haría así: al salir de la oficina iría a una tienda de juguetes en la calle de Fuencarral ante la que pasaba diariamente y compraría los que se le antojasen; después se encaminaría hacía la estación del Paseo de la Castellana y dudaba que, una vez allí, nadie viese en él, llevando aquello, un suicida potencial.

Compró una muñeca rubia de estúpida sonrisa y estilizada figura para Marujita y una pelota de colorines ("para jugar con Manolín", pensó, pero se dio cuenta en seguida de lo absurdo de su pensamiento).

Se encaminó a su destino con la gran bolsa de papel y, como siempre durante años, se dirigió a su andén, el número 2, una vez en la estación. Miró el reloj que colgaba allá en el centro de la pared frontal y vio que en diez minutos, diez minutos...

Poco después volvió a mirar el reloj, 5,40. Ya estaría el tren saliendo de la estación de Atocha. Dos minutos más tarde, allá en la distancia, apareció su luz potente y pudo oír acercarse su jadeo metálico. Apretó contra el pecho la bolsa con los juguetes (la pelota "para jugar con Manolín") y esperó...

Hijo

"Manolo, no seas pesado", siempre la misma respuesta. Y lo que ella deseaba, a lo que hubiera contestado con un sí rotundo si él estuviera dispuesto a preguntarlo, a Manolo no le parecía haber llegado el momento apropiado de hacerlo.

Estaban, como ella decía a sus amigas, "enamoradísimos", pero "hasta la noche de bodas, nada de eso". Manolo, que había parecido al poco tiempo de estar en relaciones con Teresa dispuesto a pasar por el aro, empezó a tener sueños extraños en los que a menudo aparecía su padre, muerto unos años antes en inexplicable accidente cuando esperaba el tren de regreso a casa. Además, le venían a la memoria las frecuentes discusiones entre sus padres, las cuales empezaban por motivos nimios, absurdos, y acababan casi en batalla campal que siempre perdía su padre, que se batía en retirada. Manolo temía, con buena razón (¿no decían todos que era "el vivo retrato de su padre"?), que su matrimonio iba a ser copia del de sus progenitores.

Manolo sintió a veces la tentación de preguntar a Teresa cómo eran las relaciones entre sus padres, pero le pareció indiscreto. Él los conocía muy superficialmente (de una sola visita) y le parecieron simpáticos, agradables, pero ¿no lo es todo el mundo en visita?

Si Marujita y Teresa fueran amigas, aquélla podría haber "investigado" el asunto para él, pero las relaciones entre ambas eran frías y, además, su hermana vivía con su madre y él en su pequeño apartamento.

Por fin, después de dedicar muchas horas pensando y repensando qué hacer, decidió lanzarse de cabeza al matrimonio como si éste fuese una piscina de agua lustral que purificaría el futuro con su Teresa. Vino la petición de mano, en la que los padres de ella echaron la casa por la ventana, las despedidas de soltero organizadas por amigos de él y amigas de ella, etc., etc. Y la fecha de la boda fue fijada para la primavera.

Largo le pareció el plazo a Manolo; él hubiera querido que todo fuera como llegar y besar el santo, pues temía flaquear en su decisión durante la espera. Y ese temor se hizo más patente cuando un día Teresa le telefoneó para decirle que la licencia matrimonial no estaba lista todavía y tendrían que posponer la boda. Él pensó inmediatamente que la Divina Providencia le estaba echando una mano; tal era el miedo profundo que le producía la proximidad de "ese día" que se sintió enfermo. Y el caso es que a Teresa esa proximidad la hacía más decidida, más dispuesta a arriesgarse y había invitado a Manolo en tres ocasiones a venir a su casa cuando en ausencia de sus padres "para todo lo que quieras", y las tres veces, en momentos decisivos, él se puso tan tan nervioso que empezó a retorcerse de dolor, quejándose de que parecía tener en el estomago una docena de gatos furiosos. Teresa le hizo ir a visitar a su médico familiar porque, dijo: ”No quiero que nuestra luna de miel (anticipada o no) se convierta en un desastre, sexualmente hablando". Ella había oído decir muchas veces, y hasta leído en una de esas llamadas ”revistas del corazón" para jóvenes, que una mala experiencia en la noche de bodas puede hacer naufragar para siempre un matrimonio.

El doctor no supo qué decirle a Manolo porque, según él, no había causa o razón física que justificase los inoportunos dolores; concluyo que se trataba puramente de nerviosismo. Le recetó un tranquilizante y procuró, además, alentarle con palabras que quitaban toda importancia a "la cosa".

Teresa le esperaba a la salida del consultorio y, como no supo hacer nada mejor, Manolo mintió: "Nada, no era nada; soló un pequeño desarreglo que, con estas tabletas que me ha recetado, desaparecerá en un santiamén; bueno, en un par de días o tres".

Esto ocurría seis antes de la fecha fijada para la boda (las invitaciones ya habían sido enviadas a su debido tiempo a parientes y amigos) y ella, virgen impaciente, como tantas veces desde que el compromiso fuera anunciado, le animó de nuevo, no muy veladamente pues no era dada a sutilezas, a tomarse un anticipo a cuenta del futuro himeneo en cuanto se sintiera mejor ("Después de todo, era lo que tú querías y ¿no vamos a casarnos enseguida?"), porque en sus entresijos ella sospechaba oscuras razones: ”¿Será impotente? Si no lo es, ¿qué le pasa a este... hombre?", y le molestaba tanta timidez y gazmoñería. Hasta estaba harta, bastante harta de esperar de el un gesto macho. ”¿Es que no soy lo bastante atractiva?".

Artificialmente tranquilizado Manuel, dos días después se encontraron en su cuarto de soltero y, nuevamente, convenció a Teresa de que era mejor esperar un poco, hasta tener la licencia; se sentiría casi casado entonces, intentó jovializar la expresión, y todo iría como sobre ruedas; además, ¿no tenían toda la vida por delante?

A ella no le quedaba más que resignarse. Ahora le había llamado, explicando la razón del retraso. Y el dejó de escucharla, a pesar de que Teresa continuó habla que te habla. Manolo suspiró hondamente y deseó que nunca estuviera listo el detestado documento municipal. En el fondo no quería casarse, temía que misteriosos peligros le acechasen en la vida matrimonial, peligros nacidos de su niñez sobresaltada en un hogar-infierno siempre furiosamente envuelto en llamaradas de estúpidas discusiones; él sólo había conocido a sus padres a través de un prisma de horas infelices interminables y doloridas.

Manolo oyó que ella le preguntaba en voz desusadamente alta si estaba todavía al teléfono: "Como no dices ni pío... Si quieres verme...", y contestó que sí, dónde, y nombró el primer lugar que se le ocurrió en ese momento.

Poco más tarde, ya camino de casa de ella entre miedoso y gozoso, cruzando el Paseo de la Castellana, vio venir en su dirección un camión grande, oscuro, y no corrió hacia la acera, no hizo nada por eludirlo.

Los viandantes no podían menos de hacerse cruces cuando veían en la cara de aquella rota marioneta una sonrisa increíble.