De la niebla
por
Rafael Millán


1
De la niebla
Crecía la muerte
Abuela Pepa
Elegía
Amigo de la infancia
El sapo
Presencia
La voz
Pasos
Muerta en verano
El misterio
Amigos alejados
Volvemos

2
Las cosas
Signos
Oscuro pájaro
Cansancios
Ávila
Dormidos
Dolido estoy
Caer
Palabras
Verdades
Llueve
Somos libre
El frío
Niño ciego
Poema a Juan
Sospechas
Habrá que ir pensando
Tarde solo
Morir


1


Allá se van a morar.
Yo no los puedo olvidar.

Gil Vicente

De la niebla

Rodeados estamos de fantasmas:
desdibujados rostros y presencias
que emergen de la niebla.

Vuelven los olvidados
amigos de la infancia ya lejana;
y mujeres que acaso nos amaron.
(Nunca lo supimos hasta ahora,
cuando el hondo viraje de la vida
evidenció distancia.)

También pequeñas cosas vuelven, traen
silenciosos contornos, desvaídos
recuerdos tintos en escalofríos
o en alegría ingenua.

Idos hermanos vuelven que al marcharse
apenas si dejaron febles mimbres
para reconstruirlos
con sus gestos, su voz,
con sus pequeñas luces débiles ante el soplo
que vencer no pudieron.
Y entonces nos habita la garganta
un agua gruesa
y naufragan asombros y palabras.

Mas no podemos hilvanarnos miedos:
son de la niebla,
de la niebla vienen,
y vuelven a la niebla tras hablarnos.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 9-10

Crecía la muerte

Mientras la muerte crecía en tus ojos,
mi corazón se hacía pequeño.

Después se ha henchido de nuevo,
de nuevo volvió a ser
plétora de un vivir acostumbrado a la alegría,
a los vaivenes que los días ofrecen
como un regalo preciado o despreciable.

A veces he olvidado que tu muerte dejaba
un vacío en mi aliento;
otras, he percibido cómo una mano fuerte
—acaso era la tuya—
me exprimía en sollozos.

Desde que me dejaste, el tiempo ha escrito tristes
pensamientos sobre me frente: mira,
ve las tristes arrugas que te dicen
de mis acongojadas peripecias.

También las alegrías hicieron huellas
sobre esta frente que te enseño ahora
como un mapa fiel de mi persona;
ellas hicieron que el camino arisco
que mis pies pisaban
no fuera interrumpido por la sima
de una accesible muerte.

Hoy —desde hace tantos años— te recuerdo
y no tengo lágrimas ahora
para llorarte un poco.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 11-12

Abuela Pepa

En mi memoria la veo entre las monjas
derramando su voz de arroz con leche,
a mi lado camino del convento
con sus pasos menudos —saltarín rosario—
y sus grandes juanetes.

En el recuerdo constan golosinas;
roscos de huevo, frutas confitadas,
magdalenas,
el tristísimo hojaldre que me puso
orilla de la muerte,
y el lloroso pestiño;
también las monedas que a hurtadillas
los domingos me daba.

La recordaba como ya decía.
Anoche apareció en mi duermevela:
del aliento le nacían flores
y juveniles músicas sonaban.

Solo reconocí que era mi abuela
cuando me dijo: «¿Harás a San José
una novena?  Es santo milagroso.»


De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 13-14

Elegía

A Dolores

Pronuncio tenuemente palabras familiares
que me acercan contornos
y la tangible presencia de miembros,
de cosas que nombro en esta hora
de desesperanzada lejanía
desde el estrecho mundo que ahora habitas
a este mío de aire,
de perpetuo combate fratricida
entre borrosos seres que se aman.

Digo mano en tanto que la veo
asirse a la pluma a que se hermana.
para mejor recordarte.

Digo árbol, camino, digo torre,
y vienen hasta aquí, al borde mismo
de esta mesa que sustenta brazos
que quisieran haberte retenido.

Digo pueblo, pueblo mío dio,
y mi infancia se pone en pie, reviven
momentos que creía adormecidos
en la tierra de nadie de los viejos recuerdos.
Joven tú entonces, sin que tu cintura
supiera de la siembra rumorosa,
colmabas de maternas alegrías
mis horas lentas de niño pensativo
arrinconado siempre para gozo
de sus imaginadas soledades.

Digo silencio, digo soledades,
tristeza digo y suenan a tu nombre
los vocablos que decir pudiera,
porque resbala en mi garganta el tierno
que quisiera escucharme en esta hora
en que te rememoro desde aquí
a diez días de tu muerte.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 15-16

Amigo de la infancia

Irreconocible apareció
ante mis ojos nublados de vellones
y anaranjados miedos.

Dijo que era Juan,
que habíamos jugado en otros días
a juegos que mi vida ya olvidaba,
y que era pena sentirse separado
de un amigo.

Hablo,
contó mil naderías con gracejo.
y su voz me sonaba a soleada
canción hecha racimo.

Mucho callé
enmadejando memoria,
y, cuando ya su apellido cosquilleaba
mis tupidos silencios,
no le vi,
y sí cómo del pomo de la puerta de mi curato
humo salía.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 17-18

El sapo

Es la noche.

(A solas en mi curato escucho al sapo
que desde el campo silba.)

Es la noche,
irrestañable herida que adensa la memoria en los ojos
trastocando perfiles.
Y envejezco de súbito.

(El sapo, con su nota repetida,
por siempre y sin fin repetida,
domesticando siglos.)

Envejezco.  Mi sangre tibia cera es ahora
que empereza los músculos,
que el alma achica.

Acaricio la suave mesa en que me acodo
mientras recuento recuerdos
en la cuerda floja de este anciano instante:
cosas de hoy parecen ya lejanas
y el ayer con la mano toco.

Percibo con morbosa agudeza
acercarse sonido,
palabras y músicas que suenan
a olvidado, carcomido lenguaje.

(Sólo el sapo es el presente
a través de la envoltura de la noche.)

Entenebrece la frente de congojas
y temores al agobiado pecho;
y sorprende volver, volver a respirar
un aire que no traiga
ocultos resquemores desde el mundo
de lo helado, que no acerque
resecos y punzantes sarmientos a las manos,
al débil alentar,
a los ojos con persistente sueño.

Vuelvo siempre cansado al instante que vivo;
siento que al regreso, en gris cansancio,
se me va muriendo en la sien un aullido
que rebota distante.

(Y escucho cómo el sapo a lo lejos
va parcelando noche con sus gritos.)

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 19-21

Presencia

A mi madre.

Oigo tu voz,
tu voz que sobrevive,
como un despeinado viento triste
a lomos de los días.

(—Hoy, no, mañana o cuando sea,
vendrás.)

Encojo mis limpias soledades contigo,
buscando al contraerlas el misterio;
pero es inútil volcarme en las palabras:
las que pudieran detener el vuelo,
explicar tu presencia enamorada,
no existen.

Como un recental vuelve a la tibia
suavidad de la ubre materna,
vuelvo a ti;
a menudo vuelvo a recordarte
cuando el paso del tiempo es una broma,
un leve sonreír;
en las horas quietas yo te evoco.

Tan lejano el momento de tu muerte
ha quedado,
que apenas flota sobre mi recuerdo
como cosa cierta;
ahora, ya, solo eres en mi vida voz,
solitaria voz desvanecida
que me acaricia y llama
desde el final incierto del camino,
voz que baña mi cuerpo entero y triste
como un perfumado aceite antiguo.

(—Vendrás,
a mí vendrás cuando cierres el libro
después de leído.
Ya te espero.)

Afiladas músicas me hieren
como un largo salmo de esperanza
que de ti viniera;
sin plural ambigüedad ni fondo
que irreconocible nos sea,
contemplo el vacío y te pregunto:
¿Cuándo? ¿Cómo?

Pero tú, limpia sombra, no contestas.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 22-26

La voz

Su voz es como un árbol
polifónico y hondo
que nos hunde en los ojos y hacia adentro
vagas ensoñaciones y temores.

Nos llega atravesando dilatados terrenos,
blandamente esponjosa,
de un mundo al que volvemos
cuando el vivir en esta zarabanda
que son los días,
las noches,
se extingue.

La voz de los fantasmas
tiene un registro grave:
suaves inflexiones
sin el brillo acerado de las limpias
palabras que en los labios bullen.

Silabean secretos inocentes y simples
de su ingrave flotar,
y nuestro oído atento se entumece
con su lenta salmodia.

El vello por la espalda,
tercamente erizado,
trae frío a la piel:
un relente sedoso, de sorpresa.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 25-26

Pasos

Los sonámbulos pasos de la sangre
me resuenan en las tardes desdobladas;
en las tardes desdobladas por silencios.

(Voy vaciando en los atardeceres
un murmullo o canto o sentimiento.)

No duele verterse hacia las horas
con lenta alegría o leve pena;
ni abismarse en transitorio duelo
al margen de los pasos que en la sangre
advierten su presencia a la memoria;
a la memoria de los años: suma
de menudas nostalgias.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 27

Muerta en verano

Todo sorprende:
la mosca tenaz que siempre acude
a las manos ya quietas;
el calor que relaja voluntades,
que afloja los resortes del llanto,
humedeciendo con sudoroso frío
rituales cumplidos;
las palabras inútiles:
¡oh las falsas palabras de los pésames!

Tal vez la case oliera siempre así,
pero ahora nos parece a muerte;
a muerte reciente las flores
cogidas hace poco;
huele a muerte el aliento de los vivos
que charlan de lo suyo y hasta ríen
sordamente pueriles.

Se entreabre al calor la brusca pena
a regulares intervalos;
el dolor suena a falso por sincero,
suena a coro desafinado y torpe,
a mentira de urgencia.

Y se espera —esperamos—
que el pañuelo que cubre el rostro inmóvil
nos denuncie un aliento;
sudamos todos terrores diminutos.

El viudo
no piensa en mañana todavía.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 28-29

El misterio

Como una cicatriz que nos doliera
de tiempo en tiempo inopinadamente,
como un silbido sinuoso y ágil
que recorriera el sorprendido cuerpo,
el miedo llega a nuestra carne siempre
mentido de sorpresa.

Decidme, amigos, si en el aire ahora
la sorpresa no alienta diluída;
si del candente asidero del misterio
no pende como un toldo amenazante
que puede caer y ensombrecernos
la vida que nos toca a cada uno
indivisible y limpia.

Siempre ronda en el aire la inédita palabra
que oímos al pasar sin ver un rostro;
la boca del ruido nos sorprende en el sueño
y un miedo corrosivo en los cuerpos
sonrojado tintinea.

El misterio,
rodeando la esfera quebradiza
que nos contiene,
es como la mano amputada
que duele más allá del muñón,
sobrepasada linde.

Y da miedo sentirse tan desnudo
frente al silencio que nos atemoriza.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 30-31

Amigos alejados

Cada atardecer de invierno trae
a mi memoria realidades idas,
verdades que girones son ahora
aunque ayer fueran dulces escozores.

Amigos olvidados,
amigos concebidos para ser mis amigos,
¿cuándo se ha roto el puente que me unía
al gozo de los juegos inocentes?

¿Cuándo se han dicho tales, cuales cosas,
que mi recuerdo de la sombra trae?
Del fondo de mi mundo extraigo hilos
anudados a vuestros nombres, lejos.

Es triste atormentarse cuando nada
puede ser evitado con palabras;
a destiempo, palabras nunca pueden
curar nostalgias, deshacer congojas.

Amigos alejados
sin remedio de mis ojos, ¿canta
en vuestros días el invierno arisco
como es triste en mis atardeceres?

Vivo pensando en las verdades huecas
que me granaron antes de saberse
semilla para nada: semillero
de recuerdos, tan sólo, el surco mío.

Ay amigos, amigos, recordadme
como ahora yo estoy sufriendo asido
a vuestros nombres, tan sencillamente
como desde su nombre Rafael os habla.

De la niebla
(Madrid: Ágora, 1956): 32-33

Volvemos

Oscuro aliento empaña
el tránsito a otra vida
Morimos.
     (Morir es irse ciegos cuesta abajo,
trasponer una esquina.)

Morimos una tarde
rodeados de parientes como aristas
que los turbios ojos van limando
como un agua tranquila.

O una noche nos vamos
bordeando los límites con prisa
por dejar el dolor a nuestra espalda
sin contorno ya, sin orillas.

De improviso puede llegar la muerte
al filo de cualquier encrucijada,
sorprendernos de pie puede su aliento,
empañarnos la cara,
cortar el tempo de la pantomima
su oscura bocanada.

El tránsito a otra vida nos acecha
aquí, junto a la carne; no hay distancia
entre ser o no ser vivos o muertos,
entre hoy y mañana.

Esperemos tranquilos su aliento:
volveremos irremediablemente
vivos al recuerdo.
Un día volveremos.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 34-35


2

Hay que recoger la vida
que otra vez no vendrá
como se nos va escondida
del más aquí al más allá.

Unamuno

Las cosas

Cuando a solas miramos
silenciosamente
las cosas,
una dulce niebla nos resbala honda
y nos torna en ausencia la mirada.

Mundos entrañables acuden del fondo
de nuestra memoria,
gestos olvidados renacen al tacto
sobre los objetos:
los callados objetos que hacen
de la vida ruta placentera.

Limpias fisuras ábrense en la piel
que absorben sencillos goces:
suavidades de agua como aire,
ligeros vilanos fantasmales
venidos de hace siglos.

Y los minutos, las horas, derraman
incitaciones sensuales, tibia
opacidad que se entrevera
de ensordecido ritmo.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 39-40

Signos

Aún no sé si la flor abrirá el cáliz
para sangrar con vino de tu copa.
Pero tiembla la mano que conoce
una página escrita con los días.

Tiemblan mis verbos,
acaso desnortadas agujas vacilantes,
y mi voz se adormece tibiamente
como la paz que un ocaso joven
derramar quisiera en tu alegría.

Y vivo esperanzado como polen.
Al borde de mi cuerpo espero tu llegada,
limpio rumor tan descifrable y mío,
que me descubrirá los claros signos.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 41

Oscuro pájaro

Vino el pensamiento:
sigilosamente,
se adentró en mi cuerpo.

Invadió mi sangre
la desesperada
tentación de asirme
a la vida.
     Nada.
Nada retenía en mis manos.

(Había
en la triste hora
—lento atardecía—
un decepcionante
misterio: batía
en el pecho la sonora
monorritmia de vivir.)

La tarde,
en el fondo del crisol
del tiempo.

Sigilosamente
se aleja del pecho
—todo es tibio ahora—
el oscura pájaro
que fué pensamiento.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 42-43

Cansancios

Junio me trajo hieles.
Como mayo.

Junio me ha dado ásperas bebidas,
y ha roto
viejos símbolos.
Como mayo.

Mayo y junio me trajeron, ya ciertas,
realidades presagiadas
por el agua, los pájaros,
las flores...

Fuego vino a mi cuerpo,
tan cansado mi cuerpo de cansancios,
que ni huir ni arder he conseguido.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 44

Ávila

A Rafael Mir.

Ávila en mi recuerdo es aguanieve,
en corazón sencillo que me acoje.

Ávila es un amigo que a mi lado
rompe en asombro cada paso y pide
más sorpresas con que adobar su prisa,
más cantatas con que acallar los signos
que el tiempo traza.

Ávila en mi recuerdo desvanece
tristezas con su paz desnuda y honda.

Ávila es el camino recorrido
en gracia bajo un cielo que aplomada
sensaciones con sabor a siempre,
vivos gestos acordes y menudo
que el tiempo agranda.

Ávila en mi recuerdo es un abrazo.
Una suma de inolvidados goces.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 45-46

Dormidos

Nos toca despertar a los dormidos
sobre espinoso tiempo.

A los que hacen del sueño
cazadero de turbias mariposas.
A los sonámbulos inquietos,
a los despreocupados durmientes
nutrido de silencio.

No tienen ni palabra en el viento
que les pertenezca;
no hay un movimiento en sus miembros
por propia voluntad
conexo.

Viven dentro
de un falso círculo, aislados
de los que quieren gritar sus verdades,
de los despiertos
que esperan de la vida algo más
que un lecho.

Nos toca despertarlos,
agitar sus cuerpos con floridas
y esperanzadas voces; luego,
enseñarles el contorno mudo,
incrustar en sus senos
gritos, palabras, un cierto
motivo de ser,
de seguir siendo
hombres que miran al frente
despiertos.

Sin temor
del espinoso tiempo.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 47-48

Dolido estoy

Dolido estoy de perseguir caminos
que quiebren mis callada soledades.
Silencio crece, antiguo y despiadado,
de mi pecho envejecido y sordo.

Desde niño desoriento días,
pierdo palabras, gestos, pierdo todo
lo que debiera mantener cogido
con manos, dientes, con los pensamientos.

Quisiera—pienso a veces—la tranquila
serenidad del que resuelve alegre
serios surcos que rompen frentes frías,
aguas turbias clarificar, limpiarme.

Pero dudo, no encuentro ni persigo
soluciones que alejen la desdicha
de no saber el sitio fijo, justo,
donde plantar mi tienda bajo el aire.

Desoriento también días ahora,
hablo de hablar por no caer callado
sobre un futuro que presiento en grises
momentos como adormecidos.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 49-50

Caer

Caer y levantarse.
Y volver a caer más débilmente
al paso de los días.

El Destino trae como en un viento
frágiles peldaños,
quebradizos peldaños que coloca
bajo nuestros pies.

El Destino trae vesperales signos
de abatimiento,
retarda la limpia corriente lustral
que anhelamos.

Caer y levantarse.
Y no volver a caer ya nunca más.
Y no caer.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 51

Palabras

En la tarde olvidad del geranio
llueven palabras.

Sobre la noche callada de los muertos
llueven palabras.

Amaneceres sucios de nocturnos labios
llueven palabras.

Palabras.
Palabras.

Crepusculares torturas traen las frases
que dicen desamores,
que dicen falsos orígenes y callan
después acobardadas.

Palabras.
Palabras.

Y yo, cerrado, callo y considero en fuego
la vida que me lleva
y me trae.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 52-53

Verdades

Verdades pugnan por saltar al rostro
que nos mira con torpe pertinacia:
duras verdades que encendidas suben
del reseco polvo que pisamos
a la húmeda palabra.

Pero no gritamos; tenemos
un dejo de amargura por el verbo intocada,
una triste raíz en el fondo arcilloso
del alma.

Pero no gritamos y el Tiempo
pasa.
     (Eterno testigo que nos mira, pasa,
y con su mirada limites reduce
a nuestra esperanza.)

Y las verdades se encogen,
descienden desde el labio al alba;
en su nacimiento viven tercamente
acobardadas.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 54-55

Llueve

Llueve en silencio estremecido y frío.
Húmedos alfileres desprendidos
de la gris altura,
embotan sus punzantes leves púas
sobre la piel que espera y se sorprende.

La ciudad, emperezada y limpia
en las tiernas horas primeras del día,
primaveral esponja es que despierta
bajo la tamizada claridad
de gracia llena.

Caminante de tempranos pasos,
acucio con mirada rostros, cosas,
jardines, pavimentos brilladores
a mis ojos nuevos cada día,
cada día distintos.

Hoy lleve en la ciudad y es primavera.
Liquida sensación silente envuelve
al desnudo aire.
Por mi alma, del cuerpo desprendida,
camina otro camino y me sonríe.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 56-57

Somos libres

Somos libres
para zaherirnos como buenos hermanos,
para desafinar en el coro de las voces
con distintos cantos,
para escupir en la mano que acaricia
y besar la que finge acariciarnos,
para romper falsos ídolos de arcilla
y trocarlos por ídolos humanos,
para decir por dentro muchas cosas
y morir silenciando
que la vida es hermosa, que la vida
merecemos.
     (Y hablamos
del tiempo que hará,
de cultivar rosas pensando
acariciar futuros suaves pétalos.)

Somos libres
de bucear contornos en los pechos cercanos,
y bostezamos rumiando horizontes
falsos.
     (¡Falsos,
pudiendo modelarnos su estructura
con esas, con estas, con aquellas
manos!)

Para morder a quien sonría,
tenemos malhumor dosificado.
Somos libres de incomprender al mundo
por cómodo regalo;
somos libres para irnos un día,
como quien va a una fiesta,
hurtando el dulce lirismo
de moscas molestas.

Somos libres.
Somos dignos de merecer las cosas
que los aconterceres traigan a nuestra inercia.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 58-59

El frío

El frío trae menudos
aguijones crugientes que en la cara inoculan
una máscara o mueca;
deja huecas las manos,
desprovistas de tacto que el frío nos sustrae,
el impalpable frío
que nos hiela el aliento y en las palabras pone
un rebrillo de escarcha invernalmente suave.

Frío vivimos y la sangre suspende
su afanoso trajín y se enfríe en las venas
cuando pasan amoratados miembros
a través de las lágrimas que el frío
nos inventa y en los ojos posa.

La armadura de los huesos teme
los dorados vientos que en ellos se asientan
cuando nos sorprenden pensando minucias,
Pensado veranos,
en nada pesando cuando el frío llega.

Duele el frío en la piel,
duele en el gesto resquebrajado y torpe,
y en las sienes penetra como un leve
escozor que se agranda;
en la hambre el frío se acrecienta
y apenas si podemos reducirla a su limite incierto
con laboriosa historia.

¿Qué haremos si la urdimbre que nos sustenta el cuerpo
se congela y aduerme?
¿Qué si los sentido dejan de percibir
lo circundante y cierto
por el frío entumidos?

Caemos sobre el filo de este miedo a lo frío
cuando el invierno empieza a consumirnos
en su triste silencio.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 60-61

Niño ciego

Falsa noche varada en las pupilas
—el alma por los ojos
se le ha nacido muerta—.

En el verdor de sus días sin juegos
hay un rescoldo de prismas anegados
y el tacto no madura la presencia.

Alguna vez, sus manos en un gesto
la pregunta modelan:
—¿Veré la luz cuando a la vida vuelva?

(El pulso se le abre en un compás de espera
y el desnudo corazón se le baña
de un bautismo de menudas tristezas.)

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 62

Poema a Juan

Si el corazón te cansa,
si los nervios...
si una áspera lija
rasca, rae, tu garganta y tu pecho...

(No sé qué darte,
ni sé si tengo.)

Si el frío es una mueca,
si el silencio
ha puesto sus dedos amarillos
sobre tu verde cuerpo...

(No sé si vivo
vidente o ciego.)

Si la tarde es hilera
de tristes pensamientos...
Si la tarde o la noche te trajeran
un largo, larguísimo sosiego...

(Y pienso en el vacío,
pienso...)

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 63-64

Sospechas

Lleno estoy de sospechas de verdades
Manuel Machado

Atisbos sólo tras la cerrada puerta.
Sólo presentimientos.
Sólo la tibia sensación creciente
de lo que tarda ya en llegar entero,
limpio de todo menoscabo y tara.

La espera sabe amarga como un dios,
no madurado en los días,
que guarda las palabras en su pecho
cerrado al sol amigo;
la espera sabe al hombre a farsa triste
como el mundo y la vida.

Sospechas de verdades llenan cuencos
humanos.

Sólo sospechas impremeditadas
que aduermen la esperanza con su canto
salobre.

Sembramos cada hora en surco ajeno
semilla de preguntas que no vuelve
nacida de la flor de la pesquisa.

Alejados de la verdad vivimos,
de espaldas, recelosos de creernos
burlados en la niebla que rodea
nuestra credulidad y la paciencia
que ha de faltarnos pronto si no hallamos
un asidero firme.

Se nos hurta, la verdad se esconde,
y no sabemos en qué encrucijada
hemos de tropezarnos con ella.
Entre tanto, sólo sospechas tienen
las desnudas razones.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 65-66

Habrá que ir pensando

Habrá que ir pensando en todo esto.
Meditar si debemos vivir quietos,
aguardando la seña o el camino
que nos descubra un signo por dentro.

Irremediablemente caen los días
bajo el peso de la desesperanza
y la noche es fiera que se amansa
al calor de la fiebre en su guarida.

No resuena en los odres vacíos
de nuestro pechos ni un aldabonazo;
deshabitados por dentro, sólo somos
cáscara del pasado.

A veces nos mentimos alegrías,
nos embriagamos con fáciles palabras,
y tal vez en ninguna boca anida
la que se espera colmada,

el inédito verbo, entero y vivo,
raíz en haz de los presentimientos,
donde lentos se cuecen los destinos
—nuestros tristes destinos—en silencio.

Tendremos que pensar en estas cosas
que nos arañan, que hurgan en la herida
desoladora y honda que nos mata
fingiéndose caricia

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 67-68

Tarde solo

A Antonio Povedano.

El alma se desgrana lentamente
sobre los tristes olmos de la tarde.
Llueve en silencio y bajo el puente pasa.
el agua del paisaje como un llanto.

He roto las amarras con la prisa
del que teme llegar tarde a la orilla
de la bonanza de un vivir que tiene
tiernos colores como la esperanza.

He roto los recuerdos, he poblado
de imágenes tan nuevas como el alba
los pálidos y mudos miradores
del corazón que olvida y no se atreve
a recordar ya más los tiempos idos,
los difíciles tiempos en que había
una espina para cada hora,
un silencio para cada amarga
pregunta de los labios.

He vivido un poco como el árbol
que ignorara el porqué de su ramaje
erguido sobre el tronco.
He vivido con la inconsciencia simple
del que mira de soslayo el río
porque teme humedecer sus horas
de corriente para siempre ida,
para siempre perdida, para siempre.

He vivido, he vivido...
Vivo ahora como ayer:
latiendo a ras de tierra,
rompiendo el corazón contra las piedras
del ciego acontecer sobre mi cuerpo.

Dan ganas de llorar de verme niño,
de ser tan niño aún, con estos años
que pesan o no pesan,
que aconsejan prudencia o temeraria
rebelión contra lo establecido.

El alma se desgrana,
llueven tristes augurios.

Sobre los años llueve desde que el mundo mío
se hizo carne en mi carne.

Y siento que un postrer escalofrío
me llega anticipado.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 69-71

Morir

Sencillamente.

Como el agua absorbida por la tierra,
como nube disuelta en el espacio.

Como las dulces cosas que resbalan
por mi vida cotidiana y simple.

Sin tránsito grotesco,
sin un gesto,
extinguirme.

Silenciosamente quieto.
Silenciosamente.

De la niebla (Madrid: Ágora, 1956): 72


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