Ardilla en inviernoArdilla en inviernoEn la plaza, toda cubierta de nieve, no hay casi nadie. Junto a un árbol hay una ardilla y frente a la ardilla un fotógrafo con su cámara. La ardilla mira al fotógrafo y dice:
De las cuatro estaciones del año, la que menos me gusta es el invierno. Y no es que me desagrade el frío que, al fin y al cabo, no me molesta tanto; lo que me fastidia es la nieve.
La gente habla de su blancura inmaculada, la llama la suma blancura; hacen bolas de nieve y se divierten tirándoselas unos a otros; construyen hombres de nieve que son grotescas caricaturas de ellos mismos; sueñan con una Navidad blanca, como si una Navidad sin nieve fuera algo incompleto; se emocionan a la vista de un paisaje nevado, de los árboles con las desnudas ramas cubiertas de una «albura translúcida» (como yo, con estos oídos, escuché de un poeta cursi en esta misma plaza), y... ¿para qué voy a decirle más?
El fotógrafo, que está con su cámara frente a la ardilla, hace un gesto que significa: ¿Por qué no?
Claro que ellos piensan así el primer día, cuando la nieve es todavía una novedad sorprendente y silenciosa después, al llegar la hora de derretirse la blancura inmaculada, etc., y convertirse en una mezcla de agua sucia y polvo o tierra, en barro, cuando las calles de la ciudad son un triste espectáculo y los transeúntes —que es la misma gente que poco antes se emocionaba contemplando la blancura del paisaje urbano, hacía una figura de nieve o batallaba entre risas con blancos y fríos proyectiles— caminan de prisa, malhumorados, deseando llegar a casa cuanto antes, ya no piensan lo mismo no, señor, ya no piensan lo mismo.
¿Y qué me dice de lo que ocurre cuando, después de una gran nevada, la temperatura baja y la nieve se hiela? Entonces las caídas abundan, el que cae se enfada y los espectadores, a veces, no pueden evitar reírse a carcajadas al ver la ridícula postura del que en el centro de la calle, sin poder ponerse de pie y no de buen humor precisamente, reniega de la nieve, del invierno y de haber tenido que salir de casa en un día así.
Que, por cierto, son los días que menos me gustan a mí. En la primavera, y también durante los meses del verano y parte del otoño, cuido mucho de guardar en lugares diversos de esta plaza algo de lo que encuentro o de lo que la gente me trae para comer: semillas, cacahuetes, hasta almendras, porque yo sé muy bien que en los meses fríos el problema de la alimentación se pone difícil: los árboles no tienen más que ramas desnudas, las plantas lo mismo, y pocas personas piensan en darse una vuelta por aquí si la temperatura no es al me nos tolerable. Que no lo suele ser en invierno. Y menos, si nieva.
El fotógrafo anima a la ardilla para que siga contando.
Hay un dicho popular —Año de nieves, año de bienes—que puede que exprese una verdad: que el año en que nieva mucho la tierra produce más, pero a mí que me den inviernos con lluvia, no con nieve y, menos, con heladas; la tierra se pone dura como roca o la nieve se hiela y es un obstáculo insuperable entre la comida que guardé con mucho cuidado y mi hambre. Pensaba en el futuro entonces y el futuro es ahora presente.
¿Comprende ahora por qué me fastidia la nieve?
El fotógrafo asiente con un gesto.
Ya que me comprende, supongo que me va ayudar a buscar algo que enterré al pie de este árbol, ¿no?
El fotógrafo, sonriendo, prepara su cámara, enfoca y, clic, hace la fotografía que quería y por la que ha esperado tanto; después le da la espalda a la ardilla y se va.
Bueno, me equivoqué. A ese fotógrafo no le interesaba mi problema, sino tener una foto de una ardilla sobre el nevado manto. ¿No le llaman a la nieve eso también?